Crónicas de Eratóstenes

¡Eureka!


Era una calurosa tarde muy cerca de la canícula. El viento soplaba delicadamente proveniente del mar. El más avezado de los párvulos del Buen Eratóstenes caminaba a la par de su admirado maestro por el viejo centro de la ciudad. Habían pasado ya mucho tiempo platicando sobre cómo se vería el sol si el mundo fuera plano, de los números primos y cosas de esas de las que a nadie le interesa. Estaban casi por pasar frente a la casa de su amigo Arquímedes cuando se oyó un espeluznante grito proveniente del interior. – ¡Eureka! ¡Eureka! – Y salió corriendo Arquímedes de su casa, desnudo, mojado y con su patito de hule en las manos. – ¡Por fin encontré como medir la densidad de un cuerpo! ¡Y a Nicandro mi patito también lo encontré! – Gritaba jubiloso. – ¡Ay Arquímedes! Dijo sin perder la paciencia el buen Eratóstenes. – ¡Ya vas a empezar con tus joterías! ¡Vete a vestir! – Le ordenó con amabilidad a Arquímedes y dijo después a su discípulo – Es el síndrome del funcionario público recién nombrado, se siente influyente. ¡Nada más le hicieron un encargo en el gobierno y ve lo que hace!

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